UN MAR DE LAMENTOS. Juanjo Conejo
Lamentos de aquellos a quienes se le ha negado la justicia. Lamentos de los pobres que no tienen donde dormir. Lamentos de los niños que van a morir de hambre. Lamentos de los padres que perdieron a sus hijos en la guerra. Lamentos de los oprimidos por la ambición de los que ostentan el poder. Lamentos de las mujeres que son víctimas de la desigualdad. Lamentos de los ancianos que se sienten solos al llegar el final de sus días. Lamentos de la tierra que sufre la contaminación en aras de un falso progreso. Lamentos del cielo que llora el mal en el corazón de los hombres. Lamentos y más lamentos, hay un mar de lamentos.
Pero en la canción de un anciano y en la sonrisa de un niño, el poeta escuchó palabras de consuelo. Enjugó sus lágrimas, suspiró, levantó la cabeza y siguió caminando. Si su alma está rota, llorará en la soledad y el silencio, hasta que se inunde con la ilusión de un nuevo amanecer. Si su esperanza está abatida, sacará fuerzas de la debilidad, impulsado por el amor a la vida que persiste en su interior. Alza tus ojos y mira el esplendor en los campos, es la visión de un futuro en el que todo mal ha sido desarraigado. Habrá pan para los niños hambrientos y compañía para los ancianos solitarios. En un nuevo día, el fin del dolor y de las lágrimas.
El que escribe desde el corazón, se cansa del largo y duro camino, y busca un hombro donde apoyarse. En ocasiones, el dolor paraliza las alas y el desánimo abate el vuelo, el cuchillo no corta, porque el alma pierde el filo. Los habitantes del pueblo hicieron correr la voz: “¡El poeta está enfermo, ¡qué grande es el dolor de su alma!”. Los hombres le llevaron aceite; las mujeres, pan y leche; las viudas, atrapadas en un frasco, las fragancias de los bosques. Niñas, con flores enredadas en sus trenzas, le trajeron en sus manos el canto de los pajarillos. Y entre ellos se decían: “¡Salvad al poeta, no le dejéis morir! ¡Si él muere, moriremos con él!”.
El poeta, conmovido, susurró débilmente: “¡Soy feliz, a pesar de los lamentos!”. Todos levantaron la voz entre sollozos: “¡No mueras poeta, no mueras! ¡Si tú te vas, desaparecerá la belleza de la tierra!”. Y la lágrima que veloz corría por la mejilla del poeta, un anciano en su mano la recogió y a un niño la entregó. Y el niño, en honor al poeta, en el campo la sembró. El mar seguía arrojando sus lamentos, el triste rumor de las olas que cada día hacía eco en los oídos del poeta, porque el dolor formaba parte de la vida, como la sal era inseparable del agua del mar. Pero el poeta halló nuevas fuerzas en el amor que recibía de la gente de su pueblo.
Juanjo Conejo