LA MUERTE DE LA INOCENCIA. Juanjo Conejo

Hagamos un funeral a la inocencia, aquella que perdimos con el paso de los años, mientras intentábamos sobrevivir en un mundo de adultos. Junto a la tumba de la inocencia, recuerdo aquellos años en que ella me daba de la mano y estaba presente en todas las cosas que veía en los interminables caminos de tierra que, entre paso y paso, me contaban historias de otros tiempos, hazañas de héroes de bravo corazón, para florecer la imaginación de un niño que crecía creyendo que los buenos siempre vencían. ¡Qué tiempos aquellos en los que la inocencia era suficiente para ser feliz y sonreíamos con los cuentos de brujas y las canciones de piratas!

La inocencia estaba en el corazón, cuando creía que era una conquista trepar hasta la copa de los árboles. La inocencia estaba en el corazón, cuando creía que las aguas frías de los ríos en los que me zambullía eran el elixir de la eterna juventud. La inocencia estaba en el corazón, cuando creía que el mar no tenía fin y que, vestido con uniforme azul marino, como un viejo capitán de barco me invitaba a navegar hacia islas desconocidas. La inocencia estaba en el corazón cuando, al contemplar la luna, imaginaba mil y un mundos de fantasía, lugares muy lejanos a los que viajar viviendo un sinfín de excitantes aventuras. La inocencia estaba en el corazón cuando, al mirar el cielo, veía en las nubes el caballo de un guerrero, la espada de un caballero o el arco certero de un valiente. La inocencia estaba en el corazón, cuando creía que mirar las estrellas me contagiaba de ilusión, para seguir creyendo en lo imposible y en un mundo mejor.

La inocencia ha muerto, lanzo sobre su tumba cien ramos de flores, de todos los colores, escogidas de mi jardín, seleccionadas cuidadosamente para la ocasión. Sopla el viento de otoño sobre el cementerio solitario de las inocencias muertas, cubriendo con hojas secas las lápidas agrietadas del suelo, sucios trozos de cemento que nadie se acuerda de limpiar y, aun así, pueden leerse las palabras que hay inscritas en cada lápida, el nombre de todas las inocencias perdidas desde que nacimos. El cementerio se ha vestido de color dorado, las hojas de otoño forman alfombras secas, tan secas que crujen al caminar sobre ellas, crujidos que son gritos desgarradores, de aquellos que aún esperan recuperar su inocencia. Millones de hojas secas crujiendo, sonidos de socorro, almas que se rompen, que claman al cielo por tener una nueva oportunidad. El viento es gélido, punzante soledad, espina clavada, corazón roto, alma a la deriva, espíritu que naufraga, mente habitada por las sombras. Y, en la noche más oscura, una luz de esperanza, casi extinta, brilla en un rincón del corazón, donde aún soy un niño, donde aún puedo creer que todo es posible.

Juanjo Conejo