EL POETA MISTERIOSO QUE CONDUCÍA EL PRIMER COCHE ELÉCTRICO DE ESPAÑA. Juanjo Conejo

En 1946, Francisco Domínguez-Adame Romero, un ingeniero sevillano, fabricó de forma artesanal el primer coche eléctrico español. Lo bautizó como DAR, según las iniciales de sus apellidos. El DAR prestó servicio a la familia durante casi catorce años, hasta que en 1959 lo puso a la venta y compró un Seat 600. Lo que ocurrió después con el DAR es una leyenda. No obstante, algo de cierto hay en las leyendas… En 1959, había perdido toda ilusión por la vida, nada despertaba mi interés. Tenía quince años y nunca había asistido a la escuela. Apenas sabía leer y escribir, lo poco que sabía me lo enseñó mi madre, mientras mi padre se dejaba el cuerpo y el alma en la mina.

Sentía un vacío que me ahogaba, una nada que me asfixiaba, porque aún no había comprendido la belleza del fracaso. Aquí, en El Castillo de las Guardas, a 54 kilómetros de Sevilla, no había futuro para los jóvenes, sólo les quedaba la opción de trabajar en una mina de hierro que estaba situada en las afueras del pueblo. Se oyó el sonido de una gota de rocío que cayó desde el tejado sobre una lata, el maullido de un gato que jugaba con un ovillo de lana, el canto de un gallo que estaba cansado de la escarcha: los tres clavos de mi penitencia. El sol traspasó las cortinas de mi jaula. Miré por la ventana, un día más de odiosa rutina, mi esperanza tenía los párpados de plomo.

Una mañana, un hombre misterioso llegó al pueblo conduciendo el DAR, el que todos pensaban que había acabado en el desguace. De ese viejo coche salió un hombre vestido de blanco con un sombrero blanco. Tenía una barba blanquinegra bien recortada y un porte muy distinguido. Quería saber si era una visión lo que veía, así que lancé una piedra hacia su sombrero, sin saber que era la corona de un poeta. Esa piedra cambió mi destino. Bajo esa piedra, que ahora uso como pisapapeles, conservo quince poemas que el poeta me obligó a escribir, a cambio de guardar en secreto la vergüenza de mi travesura. Acepté el trato sin dudarlo, temía el castigo de mi padre.

A partir de ese encuentro inesperado, pasaba las tardes con el poeta hasta que el sol se escondía en el horizonte. Leíamos a los poetas clásicos en los restos de una antigua muralla musulmana. Y, así, poco a poco, mi alma se fue llenando, más y más, de mi interés por el mundo en que vivía, era la curiosidad insaciable de quien tenía muchas cosas que aprender, un universo lleno de posibilidades, aunque fuera el hijo de un minero. Una noche, así como vino, el poeta se fue conduciendo el DAR, como si fuera el carro de fuego de Elías. Pero me regaló su sombrero blanco, que aún tenía la marca de la piedra. Pero el legado más importante que me dejó fue contagiarme de amor a la poesía.

Juanjo Conejo

Ilustración: Fernando Sales