EL MAGNÍFICO RETRATO DE ROSA VARGAS. Juanjo Conejo

Había comprado una casa muy antigua en las afueras de la gran ciudad. Esperaba rehacer mi vida lejos del incesante ruido. Necesitaba la tranquilidad y el silencio de un lugar como éste, y tiempo para poner mi vida en orden. La casa estaba bien conservada, mucho polvo, pero con una limpieza y un poco de pintura sería un agradable lugar donde vivir. La casa aún conservaba todos los muebles, algunos de ellos verdaderas joyas de museo. Me pregunté quién habría vivido antes aquí, el vendedor de la propiedad no supo decírmelo o, tal vez, no quiso. Me llamó mucho la atención el retrato de una mujer, con una inscripción que decía: “Rosa Vargas, 1923”.

Ese retrato me tenía cautivado, su mirada me recordaba la pasión que se necesita para vivir. Su cabello, negro como el azabache, era tan intenso como una noche de romance. Su boca, que tenía el encanto de la luna, me despertaba el deseo de besarla. Su collar y su pulsera eran de perlas, deduje que se trataba de una dama de la alta sociedad. Lo más increíble era que el humo del cigarrillo que se estaba fumando parecía salir del retrato, incluso podía olerlo. Varias veces al día, me paraba junto a ese retrato y pasaba largos minutos contemplándolo. Sus ojos y sus labios me hipnotizaban, como si quisieran contarme un deseo oculto o revelarme un secreto escondido.

Un día, Actué por instinto, descolgué el retrato del salón donde se encontraba y lo coloqué en mi dormitorio, quería tener en un lugar más íntimo a esa mujer misteriosa. Cuando la miraba, parecía que, en cualquier momento, fuera a tomar forma humana. Me obsesioné con ese retrato, cada día pasaba más tiempo mirándolo, pensé que me estaba volviendo loco. Me hubiera gustado vivir en su época, conocerla en persona, pero estábamos separados por cien años de historia. Una noche, sentí un deseo irresistible: descolgué el retrato, lo abracé y bailé con él. Después de llevar media hora bailando con el retrato, una nota, que no había visto antes, cayó al suelo.

Me agaché apresurado para recoger la nota del suelo y lleno de curiosidad me senté cómodamente en el sillón para abrir aquel pedacito de papel y leer su contenido. La nota databa del año 1923 y estaba firmada por Rosa Vargas: “Amado Juan Torres, he soñado con usted. Lamentablemente, nunca podremos unir nuestros labios en un beso ni sentir la pasión de un abrazo, pero le he dejado mi retrato”. Cerré mis ojos con un suspiro, intentaba asimilar lo que acababa de leer: ¿se trataba de la fuerza del amor que vence el tiempo? En ese momento, y no me importó parecer un demente, tomé de nuevo el retrato y, cien años después, besé la boca de Rosa Vargas.

Juanjo Conejo

Retrato realizado por Lali Casillas Salcedo